Editorial
Un deber común
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Por Ing. Jorge Calzoni | Rector de la Universidad Nacional de Avellaneda
En tiempos de incertidumbre, cuando la palabra se torna sombría, pierde espesor y confianza, cuando el bombardeo informativo es tan abrumador que, al final, acaba por desinformarnos, es grato dar la bienvenida a un nuevo formato de comunicación institucional: ADN | UNDAV viene a cumplir ese rol y, por eso, le auguramos larga vida y una buena recepción por parte de la comunidad universitaria, en primer lugar, y por la comunidad toda que, ojalá, se nutra con ella y la nutra con su impronta y sus demandas.
La universidad pública argentina es un sistema vigoroso, potente, reconocido, con antecedentes valorados universalmente. Cuna de la Reforma de 1918 que ofreció una nueva matriz y una referencia insoslayable para el resto de los países americanos: un auténtico punto de inflexión que contribuyó, de manera decisiva, para dejar atrás la universidad medieval. Con avances y retrocesos, en 1949 se abrió a un número mayor de habitantes con la gratuidad, un hito fundamental en la historia de la universidad pública argentina que este año celebrará su 75 aniversario. Con base en distintas oleadas de creación de nuevas Casas de Estudio, en virtuosos procesos de democratización, hoy la universidad pública está presente a lo largo y ancho del país: al menos una por provincia.
Nuestro sistema científico tecnológico, desarrollado con mojones fundamentales en materia nuclear, avances en diversas disciplinas y con la puesta en marcha de organismos con un alto prestigio internacional, ha sido un factor clave en el desarrollo y en la afirmación soberana del país. Argentina es educación, ciencia, tecnología e innovación. Es arte y cultura. Es su industria cinematográfica y sus producciones audiovisuales. Su indudable prestigio editorial. Sus escritores y artistas destacados a escala mundial.
A pesar de nuestra posición geopolítica periférica logramos desarrollos productivos notables, grandes rindes agropecuarios y un destacado desarrollo satelital. Un arco productivo que es expresión no solo de la potencia contenida, sino de lo que ya fuimos capaces de lograr cuando el eje estuvo puesto en el desarrollo industrial, la producción de valor agregado y conocimiento de avanzada.
No tenemos problemas étnicos ni religiosos; hemos preservado una neutralidad en la mayoría de las guerras y, cuando ello no fue así, lo lamentamos con atentados. Somos una nación pacífica y un pueblo que ha aprendido de sus desgarramientos y, por eso, es capaz de mirar el futuro con la serenidad de los pueblos seguros de sus capacidades. Tenemos una extensión geográfica con variedad de paisajes y de climas, con una exquisita biodiversidad ambiental y una urbanidad pujante.
Por supuesto que tenemos problemas: una inflación estructural, una moneda inestable, una pobreza y miserias intolerables, lo que implica carencia de viviendas, déficit en infraestructura básica, en alimentación y en seguridad ciudadana, tanto en nuestros grandes centros urbanos como suburbanos.
Ahora bien, ¿cómo es posible que, en periodos relativamente cortos y como si se tratara de un abismo insalvable, para solucionar lo que está mal, ataquemos lo que funciona bien? ¿Por qué pensamos que hay que sufrir para (quién sabe cuándo) estar bien?
En todo caso, los criterios de austeridad deberían ser permanentes, y no solo en el Estado. En los países europeos con mejores estándares de vida, se castiga la suntuosidad, pública o privada; no solo por una cuestión de “estatus social”, sino por el compromiso —cada vez más acuciante— de respetar la sostenibilidad ambiental. Procurar sociedades más justas y equilibradas y proyectar un horizonte esperanzador para las nuevas generaciones es un mandato elemental de dignidad y aun de supervivencia, puesto que no respetarlo será fuente de sufrimiento permanente.
No tenemos la intención aquí de ser duros con el entrañable cancionero popular, pero en términos de este país tan rico y tan querido, no es cierto que primero hay que saber sufrir para disfrutar. Tampoco es necesario “ahorrar” para que otros gasten en la ilusión siempre evanescente de que —alguna vez— derramen su riqueza sobre los más necesitados.
Son historias que no deberíamos repetir, porque fueron muy dolorosas para nuestra gente.
Quiero, para mí y para ustedes, un país más solidario y más equitativo. La educación no agota su misión en la construcción colectiva de los conocimientos que nos tornen aptos para desempeñarnos como profesionales en una determinada disciplina. Nos asiste el deber común de construir ciudadanía, con hombres y mujeres capaces de hacer ese país que, no tengo dudas, la mayoría deseamos hacer cierto. Para nosotros y nosotras. Para nuestros hijos e hijas. Y para todos los hombres y mujeres del mundo que deseen habitar este suelo tan querido.
Foto: Téc. Federico Lorenzo.